"Barcelona iba a estar, por ejemplo, en Cornellà, en la Ciudad Satélite, los bloques verdes. En las canciones de la Banda Trapera del Río.
Los músicos que andaban por el barrio gótico, la peña de la onda layetana, su séptimo cielo como un séptimo de caballería de progres, su aristocracia de saber leer una partitura, su comunismo integrador, no me servían, no nos servían a quienes en nuestras habitaciones coreábamos "Ciutat podrida" de la Trapera.
No íbamos a integrarnos, porque vivíamos atómicamente desintegrados. Escuchábamos rock and roll por gusto pero también por desesperación. Todavía Barcelona era una ciudad de muertos de hambre, si es que alguna vez las ciudades dejan de serlo. Del hambre real, de la falta de comer de nuestros padres, habíamos sacado nosotros el instinto de morder.
La Banda Trapera del Río era nuestro grupo armado y era el esparadrapo con el que nos vendábamos, quizá porque sabíamos que enseguida íbamos a estar más cerca del rojo de la sangre que del rojo de las banderas rojas.
La canción "Ciutat podrida" describía una ciudad que se dormía entre las llamas. Esa luz de fuego, esa otra luz sin domar, es lo que va a diferenciar a nuestra ciudad de la Barcelona de quienes creían que cualquier noche podría salir el sol, y esperaban sentados en la mecedora entre historietas de la familia Ulises, del conde Drácula y de Tarzán.
Pero acercarme a todo aquello también lo querré. También querré acercarme a aquella mística barcelonesa de piso entre penumbras tranquilas y de memoria oscura, turbia como todas las memorias, a esas casas de pasillos lóbregos e interminables igual que corredores de una cárcel, donde habían nacido aquellos músicos que tocaban con fraseo largo y escalas complicadas.
La rabia de los bloques, la luminosidad de los descampados, daban la impresión de una libertad que en realidad era desamparo; porque la auténtica libertad (la de pago) andaba, así lo sentía yo, pegada a las galerías opalescentes y a las sombras de l'Eixample."